El día termina, y la oscuridad / Cae de las alas de la noche / Como una pluma que desciende, perdida / Por un águila en su vuelo.
Veo las luces del pueblo / Brillando entre la lluvia y la niebla, / Y me invade una tristeza / Que mi alma no puede resistir;
Una sensación de tristeza y anhelo, / Que no se asemeja al dolor, / Y sólo recuerda la tristeza / Como la niebla recuerda la lluvia.
Ven, léeme algún poema, / Un canto simple y cordial, / Que calmará este inquieto sentir / y desterrará los pensamientos diurnos.
No leas nada de los grandes maestros de antaño, / Ni de los sublimes bardos / Cuyos pasos distantes resuenan / En los corredores del tiempo.
Pues, como acentos de música marcial, / Sus intensos pensamientos evocan / El interminable trabajo y esfuerzo de la vida; / Y esta noche ansío descansar.
Léeme algún poeta más humilde, / Cuyas canciones manaron del corazón, / Como las lluvias de las nubes estivales, / O las lágrimas de los ojos manan;
Un poeta que, en largos días de trabajo / Y noches privadas de reposo, / Aún escuchaba en su alma la música / De maravillosas melodías.
Canciones tales saben aquietar / El agitado pulso del afán, / Y llegan como la bendición / Que sigue a la plegaria.
Lee, pues, del precioso volumen / El poema que prefieras, / y presta a las rimas del poeta / La belleza de tu voz.
Y la noche se llenará de música, / Y los cuidados que infestan el día / Plegarán sus tiendas, como los árabes / Y en silencio, como ellos, se alejarán.